
Un día normal, como cualquier otro. Las mamás acariciaban la cabecita ennegrecida de los niños y destinaban una máscara de oxígeno a sus rostros resignados justo antes de salir de casa para ir a la escuela.
Todos los días después de insignificantes clases, jugaban en el parque, ahora un lugar con deshechos tóxicos y olor corrompido, cercado por alambres de puas y juegos oxidados.
Las mujeres sufrían al pasar el peine por su cabellera; no eran ni dos, ni tres, ni cuatro cabellos que se caían, eran decenas de ellos descendiendo por sus hombros a diario.
Los hombres mayores estaban tan acostumbrados a respirar el poco oxigeno que deambulaba por las calles, salían rápidamente sin peinarse, puesto que tampoco tenían cabello que cepillarse.
Las enfermedades rozaban el límite del pensamiento humano. O eso creíamos, hasta que se descubrieron nuevos trastornos y plagas que nos invadían. Incluso en cada familia, había un enfermo al menos.
Era tanta su desesperación que los individuos que aparentaban tener alguna enfermedad eran enviados a aislarse fuera de la ciudad y si morían ahí, nadie iba a recoger su cadáver. El pueblo más que eso era una comunidad muy cercana.
Las personas acomedidas que dirigían la ciudad obligaron a los habitantes a depilarnos periódicamente el vello de nuestros cuerpos para que no hubiese más pestes.



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